5 sept 2010

“Populismo” y “Democracia”

Por Armando de la Torre. (*)

Permítaseme una exposición muy breve del contraste que de entrada discierno entre “democracia” y “populismo”.

Una diferencia primera la veo en que democracia, en cuanto sistema para de-terminar quiénes han de gobernar, se ha probado que funciona sólo si los hombres y mujeres independientemente de los go-bernantes ya son capaces de gobernarse a sí mismos.

Lo que se suele identificar como “po-pulismo”, en cambio, se da en la presen-cia de masas de electores que en lo indi-vidual no han sabido, o no han podido, fijarse para su propio desarrollo metas factibles y escoger los medios más idóne-os para llegar a ella, en una palabra, que escasa o ninguna experiencia han tenido de autogobierno, como sucedía, por ejemplo, en Roma con los “libertos” o con los campesinos sin tierras que emi-graban a la ciudad a la espera de “panem et circensem”.

Ya la democracia ateniense cuatro si-glos antes de Cristo hubo de enfrentarse a este fenómeno que hoy llamamos “populismo”.

Alcibíades les sirvió de arquetipo. Genial, carismático, elocuente y hasta galán, pero inescrupuloso y narcisista, repetidas veces traicionó a quienes le habían sido leales. Supo, sin embargo, otras tantas ganarse el perdón de los ofendidos que no podían sustraerse a su encanto personal. Nadie menos que Platón se inspiró en su ejemplo para el diseño de su famoso perfil despectivo del “hombre democrático”.

En Roma, Cicerón hubo de hacer frente a su turno a ese mismo fenómeno populista, esta vez en la persona de un “golpista” en ciernes, Catilina, a media-dos del siglo uno antes de Cristo.1

El “populismo”, tal como se entiende hoy corrientemente en Iberoamérica—o al menos lo ha sido durante los últimos años—en cuanto halago deliberado de las masas y compraventa de sus votos con la moneda de promesas cuestionables lo considero, al largo plazo, siempre incom-patible con la plena vigencia de una de-mocracia republicana constitucional.

Para este juicio tan negativo parto en primer lugar de la visión normativa grie-ga de la política como la “ciencia regia”, o sea, como la culminación de la vida ética de la comunidad política en su con-junto, del todo opuesta a esa otra ma-quiavélica a la que estamos más acos-tumbrados de la justificación moral del poder por el poder mismo.

O sea, que entiendo la política como actividad eminentemente racional y ética a partir de principios éticos igual de racionales.

Por democracia, a su turno, concibo todo gobierno que cuente con el consen-timiento mayoritario de los gobernados, expresado el tal consentimiento en elec-ciones generales periódicas por el voto igual y secreto de cada uno de los llama-dos a elegir (la alternabilidad en el poder público tenida por supuesta).

Más allá del voto mayoritario para decidir quién gobierna en un sistema de-mocrático representativo entraño en mi concepto de democracia el de “republicanismo”, es decir, el de la división y separación de los poderes que gozan del monopolio legal de la coacción, y con delimitación expresa de sus facultades respectivas por una Constitución escrita o consuetudinaria, de tal manera que se reduzcan al mínimo las posibilidades de abuso del poder por cualquiera al trans-gredir los límites que les están fijados.

De esta manera se ha arribado al logro de gobiernos “de leyes e instituciones”, no de las voluntades arbitrarias de individuos legalmente poderosos.

Quien primero señaló la importancia de una genuina separación de poderes para el ejercicio republicano fue el historiador griego Polibio,2 quien creyó descubrir en ella una auténtica “concordia ordinum”, raíz, según él, de la estabilidad triunfante de la Roma de su época. En aquella concepción de Polibio tal “concordia” equivalía a la presencia si-multánea en el poder estatal del elemento monárquico (los cónsules), del elemento aristocrático (los senadores) y del elemento democrático (los tribunos).

Se anticipó así por muchos siglos a la sabia advertencia producto del estudio de la historia por Lord Acton: “El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente.”3

El objetivo inmediato de esta interpre-tación republicana de la democracia se ha resumido desde la segunda guerra mundial crecientemente en la protección y salvaguardia de los derechos humanos (o “civiles” en la tradición anglosajona), cronológicamente primero los de los ciudadanos, hoy los de todos, ciudadanos o no, referidos muy especialmente a quie-nes integran minorías raciales, religiosas, o políticamente heterodoxas.

Polibio, hijo de su tiempo al fin, com-partía la tesis generalmente aceptada entre los griegos de que en el recurrente abuso del poder el mismo empieza por degenerar en un único hombre (el monarca que deviene en tirano), se repite por el conjunto de unos pocos (los aristócratas que se corrompen en oligarcas), y culmina hasta en una mayoría de los ciudada-nos (los “demos” de la terminología grie-ga), la “plebs” en el caso concreto de Roma.4 Llegado a este punto caótico, las mismas reclaman un salvador (a caballo o en tanqueta) y el ciclo se inicia de nuevo ineluctablemente.

De ahí la originalidad para Polibio de que los diferentes centros independientes del poder se complementaran y fiscaliza-ran recíprocamente al mismo tiempo, la clave, para él, de un republicanismo logrado.

Los jueces y pretores, así como sus respectivos jurisconsultos, no sobresalían en este horizonte republicano con un adicional poder independiente simplemente porque la misma tradición republicana lo daba por supuesto. 

Todos sabemos que esa admirable re-pública de los romanos empezó a ser erosionada con la reforma agraria de los hermanos Gracco el 133 a. de C., y que a ella siguieron otras más violentas que hubieron de dar al traste, tras un siglo de guerras civiles, hasta con la misma república.5

Al final quedaron concentrados en unas mismas manos esos poderes inde-pendientes antes dispersos, las de la persona del emperador Augusto (en el 31 a. de C.). La ulterior eliminación definitiva del Senado romano del proceso de sucesión imperial a la muerte de Tiberio (en el 37 A.D.) selló para siempre la decadencia y muerte de la República.

Cuando poco más de tres siglos des-pués fue asesinado el último emperador a manos de los bárbaros (A.D. 476), parafraseando a Sir John Hicks, “lo que murió fue un fantasma”.

Durante los mil años subsiguientes a las invasiones de los bárbaros germánicos, de entre los jirones de lo que pudié-ramos llamar “residuos” medievales de un pasado democrático romano (y que cimentaron la Europa que hoy conocemos), sólo podrían ser rescatados como muy modestamente equiparables la institución del jurado en la impartición de la justicia, los respectivos derechos imprescriptibles a la tierra de señores y siervos de acuerdo al derecho consuetudinario (parte esencial del “ius commune” europeo), y el reemplazo de la “virtud” patriótica, también en nuestra tradición hispá-nica, por la defensa de los “fueros” o “libertades” de las comunidades ante las autoridades feudales. 6

Con el redescubrimiento del derecho positivo romano en Bolonia, a principios del siglo XII, y su paulatina recepción por casi todo el continente hasta el XVI, aquellos últimos vestigios democráticos apenas fueron retenidos en ciertos “parlamentos” (Inglaterra, Islandia, Hungría, Polonia) de índole inevitablemente más aristocrática que popular. Tal el caso de la célebre “Charta Magna” que fue obligado a firmar el rey Juan sin Tierra (1215).

La tendencia positivista en el derecho (iniciada con las “glosas” al Código de Justiniano) hubo de desembocar en el absolutismo regio que se enseñorearía de la Europa continental por doscientos años. Lo estrenaron Felipe II en España y Luis XIII en Francia, y a ellos proveyó de sustento filosófico marcadamente Jean Bodin en el siglo XVI.7

El fiel de la balanza empezó a incli-narse de nuevo hacia la versión republi-cana moderna en la Inglaterra del siglo XVII con las guerras por la supremacía política entre el rey y el parlamento. La victoria contundente de éste último con la “Revolución Gloriosa” de 1688 sobre Jacobo II, y su posterior fundamentación filosófica por John Locke dos años más tarde, abrió el camino hacia la reinstaura-ción contemporánea del ideal republicano de la “división de poderes.”8
 
Los constituyentes de los Estados Unidos reunidos en Filadelfia en 1787, sobre tales precedentes, también quisie-ron establecer ese sistema republicano para sí mismo como eventual freno a toda opresión, incluída esa modalidad de la misma que ellos llamaban “mob rule”, y que podríamos traducir como “gobierno desde las calles” (otra manera, sea dicho de paso, de referirse al “populismo”) o de “oposición extraparlamentaria”.
 
De antecedente todavía les sirvió Polibio, además el parlamentarismo inglés, y por último su propia experiencia en América con el autogobierno de casi siglo y medio.9
 
Casi por esos mismos días, los giron-dinos de la revolución francesa, que hab-ían albergado aspiraciones federalistas para Francia dentro de la interpretación de la separación de poderes propuesta por Montesquieu, perdían sus cabezas bajo la guillotina a manos de los jacobinos du-rante el periodo llamado “del Terror” (1792–1794).
 
Esa tragedia consolidó, y prorrogó, las puertas a la tendencia centralizadora en la cauda de un caudillo carismático para las masas, que ha caracterizado a Francia (y del que Bonaparte supo el primero hacer hábil uso y De Gaulle brillante colofón).10 Nuestra Iberoamérica habría de ser un adicional campo de ensayo para lo mismo a todo lo largo del siglo XIX.

Aquel modelo republicano original descrito por Polibio se frustró entre noso-tros, y no habría de tener un titubeante renacimiento sino hasta la aprobación plebiscitaria de la actual Constitución de la V República francesa, en 1958, y de ciertos tímidos ajustes dentro de la men-talidad del positivismo jurídico en nuestra América en fechas más recientes.

Por “populismo”, pues, entiendo el recurso emocional electorero por un líder pero cargado de falacias lógicas, en absoluto no asimilable a una democracia republicana efectiva que asegure el respeto a los derechos fundamentales de todos, pues tiende a la anulación de esa preciosa división de poderes independientes entre sí, como ha sucedido en Cuba y se intenta en Venezuela.

Es bien sabido que el desencadena-miento de las pasiones por el demagogo suele tener por consecuencias difíciles de evitar el estrechamiento del horizonte de las opciones a debatir y la distracción hacia temas periféricos y escasamente relevantes para el bienestar a largo plazo de los pueblos.
 
A su sempiterno impulso tales “populistas” (Alcibíades, Catilina, Robespiere, Lenin, Mussolini, Hitler, Perón o Lázaro Cárdenas, por mencionar algunos) han solido cortejar y conquistar mayoritaria-mente el consenso de las masas electorales (un medio legítimo), al tiempo que recortan los derechos fundamentales (un fin ilegítimo) de las minorías que disien-tan.
 
El “populista” quiere un campo liso y aplanado ante sí.11 Le estorban, una vez llegado al poder, la prensa independiente, la Iglesia, los sindicatos y las corporacio-nes poderosas que le puedan disputar esferas de decisión e influencia, los individuos pensantes.

En la “Constitución” vigente en Cuba, como botón de muestra, se reconoce el derecho a la libertad de emisión del pensamiento siempre y cuando su ejercicio se haga para la construcción del socialismo. Es obvio que para quien aspire a otro orden no-socialista no existe constitucionalmente tal libertad de expresión. En este caso, como lo ilustró George Orwell, “aquí todos somos iguales menos algunos que somos más iguales que los demás”. 

En esa dirección se encamina ahora el sistema que paso a paso erige Hugo Chávez en Venezuela bajo el lema (que muy poco dice) del “socialismo del siglo XXI”. En realidad, algo ya de mucho tiempo atrás repetidamente “dejà vú”. Y a su ejemplo algunos otros lo emulan, co-mo en este momento lo insinúa repetidos ataques velados de las autoridades a voces disidentes en Guatemala.12
 
El populismo, así entendido, no es nada nuevo, ni se ha ceñido exclusivamente a colores ideológicos determinados, sean de izquierda, centro o derecha.
 
Es, simplemente, la eterna versión au-toritaria en la conducción de los pueblos, que unas veces se vale de los cañones y otras de los sofismas, siempre al parecer tan del gusto de los condicionados a la abulia, que escapan así bajo el anonimato colectivo de las masas embrujadas a las respectivas responsabilidades entrañadas en sus libertades individuales.

Hitler, por ejemplo, ganó democráti-camente las elecciones de fines de 1932 con el 47 % de los votos válidos, lo que le aseguró una mayoría absoluta en el Parlamento (Reichstag). Ese mismo órgano democrático de poder hubo de conferirle a su turno legalmente “plenos poderes”, como no hace mucho lo hizo el congreso de Venezuela con Hugo Chávez a través de las leyes adjetivadas “habilitantes”. Con semejantes facultades omnímodas pudo Hitler organizar a sus anchas sus empresas guerreristas y posteriormente el genocidio de judíos, gitanos y homosexuales. Y Chávez, ¿qué nos tiene en reserva?

Que el ideal republicano a los ojos de muchos en la culta Europa no se hubiera todavía identificado universalmente por aquel entonces con la democracia constitucional lo prueba el hecho de que cuatro años más tarde (1937), ya aprobados los decretos-leyes raciales de Nuremberg (1935), que despojaban en nombre de la mayoría aria a una minoría significativa de alemanes “no-arios” de sus derechos constitucionales más elementales, Hans Kelsen, el maestro de la filosofía jurídica positivista que impera en casi todas las facultades de derecho de nuestras universidades iberoamericanas, calificaba al Tercer Reich de un “Estado de Derecho” (!) y a semejante aprobación se sumó por esas mismas fechas el gran gurú del la-borismo británico, Harold Laski.13

En nuestra América ha sido tentación perenne para los grandes demagogos, es decir, los grandes simplificadores de los temas políticos más complejos, háyanse llamado Velasco Ibarra, Salvador Allende, Getulio Vargas, Fidel Castro o Daniel Ortega.

Sus secuelas invariables han sido el estancamiento, si no el retroceso, econó-mico de sus pueblos, la polarización partidista extrema, muertes de inocentes, y la disminución en los gobernados de su capacidad de decidir por sí mismos.

Todo esto suele llegar acompañado de índices más silenciosos pero igual de elocuentes: el de todos aquellos que votan con sus pies camino del exilio, o el de los altos presupuestos para seguridad represiva con los que los “caudillos” blindan su poder que insisten en llamar “popular”.

Ha sido, pues, el populismo una expe-riencia dolorosa multisecular en todos los continentes y bajo los pretextos más dispares, pero siempre arropado con el nombre de la “democracia”.

A la emergencia de tales corrientes populistas ha contribuido además, en ciertos casos, la pequeñez numérica de una clase media que se muestre alerta, próspera y educada, y la debilidad crónica de los sistemas de justicia.

Desde un punto de vista ético, el populismo se ha mostrado el caldo de cultivo para los irresponsables, en lo que fácilmente caen los pueblos cuando predominan en él los hombres y mujeres cortoplacistas de cualquier estrato social, y para quienes el fin justifique los medios.

Por otra parte, el antídoto al populis-mo se ha visto en la concreción de lo que se interpreta hoy como un genuino “Estado de Derecho”, o sea, aquel en el que cada ciudadano haya internalizado la convicción que una vez formulara tan bellamente Benito Juárez: “Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho AJENO es la paz”.

Pero para llegar ahí, la formación democrática debe arrancar desde la cuna, cuando se inculca en las tiernas mentes en formación que el límite inviolable a la libertad de cada cual es su respeto a la libertad de los demás. Este es el sentido último de la responsabilidad, para cuyo ejercicio nada aporta tanto como la exi-gencia de que se responda estrictamente por las consecuencias de cada acto deliberado.

Sin ello, todas las declaraciones retóricas de libertad y democracia no son más, en el mejor de los casos, que papel mojado.

Y esta es mi acepción final del “populismo” con respecto a una imposible co-existencia con la “democracia”.

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Articulo tomado de la revista Laissez - Faire No. 32 de marzo de 2010, Revista de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Francisco Marroquín.
(*) Armando de la Torre es Director de la Escuela Superior de Ciencias Sociales, Universidad Francisco Marroquín. El presente artículo reproduce el texto de una conferencia presen-tada ante la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Antigua Guate-mala, agosto de 2009.
NOTAS:
1 Las “catilinarias” (cuatro en total) fueron sus piezas retóricas ante el pleno del Senado contra ese violento demagogo entre noviem-bre y diciembre del año 63 a. de C. Con ellas, el entonces Cónsul Cicerón logró desbaratar una peligrosa conjura que habría puesto un fin más temprano y corrosivo a la división de poderes en la República.

2 “Ya ha mencionado las tres divisiones del gobierno en el control de los asuntos de Esta-do. En cuanto a sus funciones respectivas, todo era igual y adecuadamente establecidos y administrados, en todos los aspectos, que nadie, ni siquiera de los propios romanos, podría decir con certeza si su sistema de go-bierno era aristocrático en su carácter gene-ral, o democrático, o monárquico. Y esta incertidumbre es más que razonable, ya que si se centrara en las competencias de los cónsules parecería ser totalmente monárquica y real en la naturaleza. Sin embargo, si tuvié-ramos que centrarnos en las competencias del Senado, parece ser un gobierno bajo el con-trol de una aristocracia. Y, sin embargo, si uno fuera a mirar a las competencias de que disfruta el pueblo, parece claro que era de carácter democrático” (Polibio, La Consitu-ción de la República Romana, 6,11.11, traducción de John Porter).

3 John Emerich Edward Dalberg Acton, más conocido como Lord Acton, historiador cató-lico inglés, Profesor Regio de Historia Mo-derna en Cambridge, especializado en la his-toria de la Iglesia. En 1887 escribió al obispo Mandell Creighton (también historiador, pero con énfasis en la de los Papas) la epístola que sirvió de marco a su célebre dicho:


No puedo aceptar su doctrina de que no debemos juzgar al Papa o al Rey como al resto de los hombres con la presunción favorable de que no hicieron ningún mal. Si hay alguna presunción es contra los os-tentadores del poder, incrementándose a medida que lo hace el poder. La responsabilidad histórica tiene que completarse con la búsqueda de la responsabilidad legal. Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre hombres malos, incluso cuando ejercen influencia y no autoridad: más aún cuan-do sancionas la tendencia o la certeza de la corrupción con la autoridad” (“La Aventura de la Historia”, Año 6, No. 70 [Agosto 2004, Arlanza Ediciones S.A.], p. 101, subrayado mío).
 
4 Cornelio Tácito fue quizás de los historiado-res romanos quien con más deliberación puso distancia entre sí mismo y las masas. Joaquín Villalba Alvarez (Estudio léxico del pueblo en Tácito: Vulgus, Plebs, Populus), incluye entre sus consideraciones el juicio con que lo calificó Bassols: “Tácito odia y rehúye todo lo vulgar y plebeyo. Ningún escritor ha escri-to con tanta elevación como Tácito. No des-ciende nunca hasta sus lectores y, por el contrario, exige que éstos se eleven a él. Evita siempre las frases hechas y triviales, las expresiones vulgares y corrientes”. Como un Ortega y Gasset de aquellos tiempos. Es de recordar, sin embargo, que había sido esa “plebs” la que peleó anónimamente las exito-sas guerras de la República, la que la ali-mentó con el trigo de sus desvelos campesi-nos, la que enfrentó a los senadores con su derecho al “veto”, la que les forzó ulterior-mente a compartir con los tribunos, de condi-ción exclusivamente plebeya, el poder mayúsculo de iniciar legislación.
 
5 La llamada “revolución romana” abarcó un siglo de graves perturbaciones públicas desde el consulado del primero de los Graccos hasta la derrota definitiva de Marco Antonio por Octavio en la batalla de Accio, en el año 31 a. de C. Ese período letal para la República resulta todavía muy aleccionador para noso-tros. Desde mi perspectiva personal, derivó de repetidos intentos de cónsules, senadores y tribunos del pueblo, que con el apoyo de movimientos partidistas se disputaban alter-nativamente la ampliación de sus poderes respectivos bajo las etiquetas de optimates y populares, para supuestamente redistribuir los éxitos ganados bajo el sistema republica-no de la división de poderes durante los siglos IV y III antes de Cristo. La política se militarizó por ello y, paulatinamente, para todos los efectos reales, Roma dejó de ser una República con la llegada al poder de Julio César (48 a. de C.). Su sobrino Octavio Augusto, que compartió de facto el poder por algo más de una década con un cuasi-populista y un oligarca durante los años pos-teriores al asesinato de César, no hizo más al cabo que institucionalizar la concentración de hecho de todos los poderes del Estado en sus manos, las del primero de los sucesivos “Im-peratores”.
 
6 El poderoso no gusta de competidores. En los tiempos del absolutismo monárquico, el aristócrata era el enemigo a vencer (la Fron-da, bajo Luis XIV, o los “comuneros”, bajo Felipe II). “Fuenteovejuna” puede todavía servirnos de receta contra los impulsos auto-ritarios de los políticos como la del Espartaco de la era clásica. Hoy, los días de las dictadu-ras totalitarias o cuasi-totalitarias, todo desa-fío que pueda venirles de cualquier otra fuen-te ajena—la prensa, por ejemplo—en conse-cuencia ha de ser aplastado. De ahí su habi-tual antipatía a la propiedad privada de los demás, pero sobre todo hacia los propietarios privados de los medios de producción.
 
7 Les six livres de la République (1566), fue su opus magnum. Su aporte más incisivo a la historia del pensamiento político fue el con-cepto de “soberanía”, en su caso entendida como la independencia total del monarca de cualquiera otra cortapisa a su poder (la Igle-sia, la costumbre inveterada, los parlamentos) que no le viniera inmediatamente de Dios. Un anticipo a “l État c´est moi” de Luis XIV. Rousseau hubo de retener este peligroso con-cepto pero desplazado a “le peuple” o “la nation”.
 
8 Second Treatise on Government (1690). A la manera romana, su separación y división de poderes ha de darse entre el Legislativo y el Ejecutivo. No incluye en ella a un poder judi-cial cuya independencia y autonomía, tam-bién da por supuestas según el “common law”, la versión británica del “ius commune” europeo. Habría de ser el Barón de Montesquieu, por la circunstancia muy particular de las judicaturas hereditarias en Francia, quien habría de postular expresamente la indepen-dencia racional estricta de un “poder judicial” respecto a los otros poderes supremos del Estado. La Revolución de 1789 intentó hacer-lo realidad con el nuevo (y viejo) concepto de la positividad exclusiva del derecho, pero hoy vemos su fracaso.
 
9 Las colonias inglesas en el norte de América no fueron erigidas (salvo parcialmente la de Virginia) “en nombre del rey”, como sucedió con las colonias ibéricas y francesas, sino por grupos religiosos o por corporaciones económicas con expresos fines de lucro. Así el monarca no nombraba “motu proprio” sus gobernadores sino que se limitaba a refrendar los seleccionados por las asambleas popula-res coloniales. Tampoco se decretaban y re-caudaban los impuestos por sus oficiales sino por los de las autoridades coloniales electas. El “espíritu de frontera” reforzó el sentido de autonomía personal de los colonos, que para mediados del siglo XVIII gozaban de una libertad y un nivel de vida superiores a los de sus conciudadanos en la metrópoli. Por eso su guerra de independencia no fue “revoluciona-ria” radical sino conservadora, a diferencia de lo que hubo de ocurrir en Francia y en las colonias de España y Portugal donde los mo-vimientos independentistas sí fueron revolu-cionariamente radicales porque aquí entre nosotros (y los franceses) nunca habíamos conocido el autogobierno.

10 El retorno de Charles De Gaulle al poder en plena guerra independentista de Argelia (y del fiasco francés en Indochina) fue un caso más en ese país de “bonapartismo” (1958), pero con matices más contemporáneos. La IV República que siguió al paréntesis autoritario de Vichy en 1945 había sido un completo caos (como la Segunda República española de 1931 a 1939, y en la de Chile bajo Allende de 1970 a 1973). Ese síndrome del salvador montado a caballo lo reconocemos los ibe-roamericanos muy bien. Pero De Gaulle legó a los franceses contemporáneos un entramado constitucional eficaz (una concreción del moderno concepto del Estado de Derecho), es decir, sin menoscabo alguno de las libertades y derechos del hombre y del ciudadano, como lo habían intentado sucesivamente sin éxito muchas otras iniciativas políticas. Paradóji-camente, hubo de retirarse bajo la presión “populista” de los eventos estudiantiles de mayo de 1968.
 
11 El mejor estudio que conozco sobre esa propensión monopolizadora del poder lo creo la obra de Bertrand de Jouvenel, Du Pouvoir, l´histoire naturelle de sa croissance, escrita bajo la plena ocupación de París por los ale-manes (al tiempo que Jean Paul Sartre escrib-ía su Ser y la Nada y Henri de Lubac El dra-ma del humanismo ateo). En particular, tengo por muy iluminadora su referencia a “la vo-cación de toda aristocracia (por tanto no sólo la de sangre) es a resistir”. Como Orte-ga, por tanto, él cree que “hoi aristoi” (los mejores) son quienes se erigen en contestata-rios de cualquier abuso del poder público, aun el mayoritariamente respaldado por las masas seguidoras de un caudillo populista, sean los contestatarios pensadores libres, dirigentes sindicales, empresarios innovado-res, sacerdotes intrépidos, héroes elegantes de la pluma, o simplemente cualquiera que tra-baje con el azadón la tierra que le fue hereda-da.
 
12 La tecnología digital, empero, ahora nos provee de un recurso adicional para la salva-guardia de nuestras libertades de pensamiento y expresión, como la tecnología de los tran-sistores le permitió a De Gaulle defender a su gobierno de los golpistas de 1961 y a Yeltsin al suyo mediante el fax de la intentona de unos cuantos mediocres burócratas del parti-do comunista treinta años más tarde.
 
13 Citado por F. A. von Hayek en su obra Los Fundamentos de la Libertad (“The Constitu-tion of Liberty,” [Chicago: University of Chicago Press, 1960]), en una nota al pie de página del capítulo XVI, “La decadencia de la ley”.

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